Gran dolor ha generado en nuestra comunidad el fallecimiento de José Ramón “Richard” Arrigoni, uno de los soldados que había sobrevivido al hundimiento del crucero ARA General Belgrano durante la Guerra de Malvinas, en 1982. Su historia no sólo ha captado el interés de los bragadenses, sino también de medios nacionales como Clarín, lo cual quedó reflejado en una nota que publicó en su edición exclusiva para suscriptores.
La nota es extensa, pero muy interesante ya que da a conocer cuestiones poco conocidas de la vida del Ex Combatiente. Fue escrita por Federico Ladrón de Guevara, quien hizo un repaso sobre cómo “Richard” vivió la guerra y también entrevistó a su hijo Nicolás y a la periodista Adriana Ferrari.
LA NOTA PUBLICADA POR CLARÍN
Destino y muerte de un ex combatiente: Sobrevivió al hundimiento del crucero General Belgrano, pero su lucha más difícil vino después
• Richard Arrigoni falleció el 1° de junio pasado, el mismo día en que hubiera cumplido 61. En Bragado lo despidieron con honores.
Por Federico Ladrón de Guevara.
Son las cuatro de la tarde del domingo 2 de mayo de 1982. En plena guerra de Malvinas, el submarino inglés HMS Conqueror lanza dos torpedos contra el crucero ARA General Belgrano, en el que viajan 1093 tripulantes argentinos. Es un ataque letal. El buque se prende fuego y empieza a hundirse. A oscuras, los cadáveres se multiplican. El conscripto José Ramón Arrigoni, de 19 años, se desmaya y queda boca abajo en un sector de la cubierta. Se le aparece la cara de su madre.
El capitán de navío Humberto Ochoa, que avanza con una linterna, se encuentra con Arrigoni, le pega un par de cachetazos y lo levanta. Arrigoni reacciona. Sus heridas son leves, tiene sangre en la cara y el pelo algo quemado. Con el pantalón roto, se arroja a una de las balsas. En el bote, cuyas instrucciones están escritas en inglés, viajan 17 sobrevivientes. El frío los lastima. Se abrazan para calentarse. Comen fideos, algo de pan, dulce de leche. Las olas golpean a la embarcación y la levantan hasta ocho metros. Arrigoni, que no sabe nadar, vomita varias veces. Aprieta fuerte la cadenita que lleva en el cuello. Reza. Cierra los ojos y vuelve a recordar a su madre.
Pasan las horas. La tormenta no se detiene. Por los compañeros muertos o heridos gravemente, pero también por el crucero que sigue en picada hacia el fondo del océano, la tristeza es infinita. Un día y medio después llegan los barcos de rescate. A Arrigoni le dan una taza de chocolate caliente, un sándwich de jamón y queso y una tira de caramelos.
Mientras come, aturdido por lo que está viviendo, como si hubiera quedado un poco ajeno a la realidad, o como si ésa fuera la mejor estrategia para no terminar de doblegarse, lo primero que hace es preguntar el resultado del partido de Boca, que ese fin de semana jugaba por el Torneo Nacional frente a Estudiantes, en la Bombonera.
“Fue empate 1-1”, le cuentan, “con goles de Mouzo y Gottardi”.
“Mi papá siempre dijo que Boca le había salvado la vida”, comenta ahora Nicolás Arrigoni, de 30 años, uno de los seis hijos del ex combatiente.
-¿Por qué?
-Porque Boca jugaba a la misma hora en que se produjo el ataque inglés. Entonces, en lugar de irse a dormir a la zona donde impactó el primer torpedo, algo que le tocaba por el sistema de guardias rotativas, mi papá se fue a buscar una radio para escuchar la transmisión del partido en la parte alta del barco… Y ahí llegaron los bombazos.
Arrigoni, también conocido como Richard, sobrevivió al hundimiento del Belgrano, que tuvo 323 víctimas, pero su lucha más difícil vino después. Sin problemas físicos, la guerra le dejó secuelas psicológicas. “Después de lo que había vivido en el barco, mi papá le tenía terror al agua”, sigue Nicolás. “Por eso, y aunque tuviera mucho calor, no se metía ni a una Pelopincho…”.
-Tu papá decía que veía agua y se acordaba del crucero, como si no hubiera podido despegarse de la tragedia.
-Sí, el agua le removía todo lo que había sufrido. Alguna vez, con un paquete económico que incluyó micro y hospedaje, nos fuimos unos días de vacaciones a Mar del Plata. Y cuando íbamos a la playa mi papá no se metía al mar, se quedaba sentado sobre la arena y nos miraba desde lejos.
-¿Hizo terapia?
-No. Nunca. No quería. Tampoco le ofrecieron ayuda de ese tipo desde el Gobierno.
Al final, de una pancreatitis aguda, y después de estar internado durante un mes y medio, Arrigoni falleció el pasado 1° de junio, a las 7.40, el mismo día que hubiera cumplido 61. ¿Cómo convivió durante años con el recuerdo implacable del General Belgrano? ¿Pudo filtrar la memoria o al menos aliviar las imágenes que lastiman como dagas?
Infancia viajera
Richard había nacido el 1° de junio de 1962 en Bragado, la ciudad de 35.000 habitantes ubicada a 200 kilómetros de la Capital, reconocida, entre otras cosas, por su competencia de ciclismo, “la más importante de la Argentina”, y por la Fiesta Nacional del Caballo, que incluye un gran asado a orillas de la laguna y una exhibición de destrezas criollas de los jinetes.
José Ramón era el mayor de tres hermanos: lo seguían Karina, que siempre se dedicó a las tareas de la casa, y Roberto, que todavía atiende una pizzería en el centro de la ciudad. Como su papá no tenía un empleo fijo y se ganaba la vida en diferentes actividades vinculadas con el comercio, Arrigoni se acostumbró a viajar desde chico. Los primeros dos años de la escuela los hizo en la Número 118 de Villa Farrel, Neuquén, y después, cuando regresó a su ciudad, completó la primaria en la Número 6.
Apremiado por la situación económica de su familia, no cursó la secundaria y debió salir a trabajar. En octubre de 1981, con 19 años, era el playero de una estación de servicios Shell cuando fue convocado al servicio militar y se incorporó a la Armada Argentina como parte del servicio militar. “Le gustaba hacer ese trabajo. Además, le quedaba muy cerca de su casa, a una cuadra”, recuerda su hijo Nicolás, que en una de sus piernas se tatuó las Islas Malvinas con la leyenda “mi viejo, mi héroe”.
Nicolás siente devoción por su padre: lo nombra y se ríe, o se emociona cuando recuerda algunos de los momentos que compartieron. Le cuesta asumir que ya no está a su lado, y tal vez por eso lo menciona en presente, pero al mismo tiempo transmite la idea de que entre ellos no quedaron cuentas sin saldarse. Y durante la charla repetirá varias veces la frase que le escribieron sobre la piel: “mi viejo, mi héroe”.
Después de 45 días de adiestramiento en Punta Alta, a Arrigoni lo destinaron al crucero ARA General Belgrano para cumplir tareas de mantenimiento. A principios de abril de 1982, cuando se preparaba para viajar a visitar a su madre Titina en Bragado (sus padres ya se habían separado), no llegó a salir de Puerto Belgrano porque por los altavoces de la base naval escuchó: “Atención, personal del ARA General Belgrano, no alejarse a más de un radio de 60 kilómetros porque hemos recuperado las Malvinas”.
Sin tener claro adónde lo conducían, el barco zarpó hacia las islas el 16 de abril. “No estábamos preparados para la guerra”, dijo Arrigoni en 2019, en una entrevista con el diario Cuarto Poder, de Bragado. “En las prácticas que hacíamos sólo pasaba al frente uno de 300 colimbas y le mostraban cómo se armaba y desarmaba un fusil. Eso no es suficiente”.
Según Arrigoni, el General Belgrano tampoco estaba en condiciones para la contienda. “Era un barco muy viejo, de 1938, de la Segunda Guerra Mundial, que había sobrevivido al bombardeo de Pearl Harbor… No resistía ataques de aviones ni tampoco detectaba submarinos. Incluso ya se sabía que a fines de 1982 iba a ser destinado al museo”.
Junto con cinco compañeros, la tarea de Arrigoni en el barco era limpiar los baños y el comedor. Durante el conflicto, además, fue extractor de vainas y proveedor de cañones. El barco era como una casa flotante, con una longitud casi dos cuadras. “El día que lo hundieron los ingleses nos dio una pena muy grande. Y lloramos. En ese momento ya no quedaba nada. Sólo se veía agua y cielo. Nuestra casa se había ido al fondo del océano”.
-¿Estaban al tanto de que los seguía un submarino?
-Sí, la noche previa, mientras jugábamos a las cartas, nos enteramos de que nos seguía un submarino. Pero no le dimos mucha importancia. Confiamos en que no nos pasaría nada porque estábamos en zona de exclusión. Pero ya se sabe: los ingleses son piratas… Y a muchos de nuestros compañeros el ataque los agarró durmiendo. Otros como yo, gracias a Dios, pudimos zafar.
El hundimiento
A las 16.02 de aquel 2 de mayo, el primer torpedo impactó en el corazón del barco: pegó en la sala de máquinas y el fuego subió hasta la cantina. Los que estaban allí no pudieron salir escapar. Enseguida, el segundo torpedo destruyó la proa. Y la nave empezó a hundirse.
Con la flota inglesa acercándose a Malvinas, la idea de los comandantes argentinos era armar un movimiento de pinzas con el crucero ARA General Belgrano por un lado y los aviones lanzados desde el Portaaviones 25 de Mayo por el otro. A su vez, al Belgrano lo escoltaban dos destructores, el ARA Piedrabuena y el ARA Bouchard. Pero no pudo hacerse porque las malas condiciones climáticas impidieron que los aviones despegaran. La orden, entonces, fue que el ARA General Belgrano se alejara. Cuando recibió los torpedos navegaba 36 millas (unos 60 kilómetros) fuera de la zona de exclusión trazada por Gran Bretaña.
En medio de la desesperación, y mientras los médicos inyectaban morfina a los heridos más graves, el comandante Héctor Bonzo ordenó que se lanzaran las 72 balsas al mar. Las indicaciones -los gritos, en realidad- se daban por megáfonos porque el sistema de parlantes del crucero había sido destruido. El panorama era desolador.
Como indica la ley del mar, el comandante Bonzo y el suboficial Ramón Barrionuevo fueron los últimos en abandonar la cubierta. Desde su balsa, el teniente Martín Sgut sacó las fotos en las que se ve al buque inclinado, hundiéndose, rodeado por los botes salvavidas. Luego, las imágenes se filtraron y fueron publicadas en la tapa del diario The New York Times.
“En esta historia hubo dos locos, sin dudas, Galtieri y la Thatcher, que fueron los que decidieron ir a la guerra tanto del lado argentino como británico”, reflexionaba Arrigoni a la hora de encontrar responsables por los muertos en Malvinas (en total fueron 649). “Yo les tengo bronca a ellos dos… Pero ojo, también hay que decir que la mayoría de los argentinos apoyaba el conflicto. Es más, cuando recuperamos las islas había tanta alegría en las calles que parecía que hubiéramos ganado un Mundial”.
Por haber estado en el General Belgrano, Arrigoni no sabía cómo definirse: a veces se consideraba un ex combatiente de Malvinas, otras un veterano de guerra y otras, simplemente, un sobreviviente del Belgrano. Pero lo más trascendente, al revés de lo que se podría suponer, es que no se creía un héroe: “¿Cómo voy a decir que soy un héroe si a mí me llevaron obligado a la guerra?”, planteaba con humildad. “Si me hubieran dado a elegir, no iba. Igual, me habría gustado conocer las islas. Lo más cerca que estuve fue a 300 millas (unos 480 kilómetros)”.
El regreso a casa
Tras ser rescatado, Arrigoni recuperó su trabajo en la estación de servicio. Al principio le costaba dormir, se sobresaltaba en medio de la noche, tenía pesadillas…Y se entristecía al recordar a sus compañeros muertos. “Lo aliviaba hablar de su experiencia en el barco”, sigue su hijo Nicolás. “Hablaba y hablaba. Así sentía que se sanaba. Entonces, a los chicos que venían de las escuelas por trabajos especiales sobre Malvinas, les abría la puerta y les contaba lo que había vivido. O iba a los actos. O daba notas en los diarios, la radio y la televisión. Como tenía muy buena memoria no se le escapaba ningún detalle. Los tenía muy vivos. Eso sí, casi siempre se terminaba quebrando. Y lloraba”.
Adriana Ferrari, reconocida periodista de Bragado, entrevistó varias veces a Richard, y con su hijo Agustín Ciotti, también periodista, escribió un libro sobre los veteranos de guerra de la ciudad, titulado 1800 kilómetros, de Bragado a Malvinas. “Me enfoqué en siete casos. Además de la de Arrigoni, conté la historia de Miguel Ángel Bouzas, el otro bragadense que estuvo en el General Belgrano, Julián Disanti, Gabriel Cepeda, Marcelo Polizzi, Pablo Godoy y Raúl Patiño. Ninguno de ellos murió en la guerra”.
-¿Qué te impulsó a escribir el libro?
-Al principio, cuando terminó la guerra, iba muy poca gente a los actos en homenaje a los ex combatientes. Y a Arrigoni no le gustaba nada. Se quejaba de que no se los reconociera. Entonces, para que la historia no se olvidara, le dije que iba a escribir un libro. Y él me lo agradeció siempre. Richard era el ex combatiente más querido de la ciudad. Era un hombre simple, amable, un muy buen vecino.
-¿Pudo conocer las Malvinas?
-Tenía la ilusión de ir a las islas. Pero nunca logró hacerlo.
Nicolás y Richard Arrigoni.
En 1986, como el resto de los argentinos, Arrigoni disfrutó de la Copa del Mundo que consiguió la Selección conducida por Carlos Bilardo en México y, sobre todo, del triunfo 2-1 frente a Inglaterra en cuartos de final. “Papá vio todos los partidos por televisión”, recuerda Nicolás, que también es muy futbolero. “Amaba a Diego, porque era de Boca y por el gol maravilloso que les había hecho a los ingleses. El año pasado, por suerte, pudimos ver juntos la copa que levantó Messi…. Muy emocionado, mi papá me abrazaba y me decía: ‘yo lo vi a Diego y vos lo ves a Messi’”.
En esos festejos, también, Richard se entusiasmaba cuando los hinchas cantaban el hit con melodía de La Mosca: “En Argentina nací/ tierra de Diego y Lionel/ de los pibes de Malvinas que jamás olvidaré…”.
Dos años después, Arrigoni se casó con Sandra, la que sería la madre de sus seis hijos. Además de Nicolás, la pareja tuvo a Pablo (33), Fernando (27), Sofía (21), Florencia (16) y Lucila (13). Pablo, a su vez, fue padre de Juan Cruz y Federico, de 7 y 3 años, los dos nietos del matrimonio. Al principio, Richard y Sandra se instalaron en un departamento del barrio Fonavi, y después, gracias a un sorteo, consiguieron una vivienda social.
Como la familia se agrandaba, Richard salió en busca de un mejor salario y pasó de la estación de servicio al corralón municipal, donde también trabajaba cargando combustible. Y a la noche, para aumentar sus ingresos, manejaba un remís. “En los últimos tiempos, de 7 a 13, había conseguido un empleo como portero de la Escuela número 5”, sigue Nicolás.
-¿Cobraba su pensión como veterano de guerra?
-Sí, pero no era mucho… Por eso siempre tuvo que seguir trabajando. Con seis hijos, llevaba una vida ajustada. Por ejemplo, siempre anduvo en bicicleta. Recién al final, cuando había empezado a cobrar una pensión provincial y otra nacional, se pudo comprar una camioneta.
-Bouzas fue el otro sobreviviente bragadense del Belgrano. ¿Qué relación tenía tu papá con él?
-Siempre decía que Bouzas fue su hermano de la vida. Lo quería mucho. Por suerte, Miguel sigue vivo, en Bragado. Pero es mucho más reservado. No le gusta andar contando su historia en el Belgrano…
-¿Por qué?
-Porque le hace mal.
Bostero y peronista, a Arrigoni también le gustaba escuchar a Cacho Castaña (“le regalábamos discos y revistas de él”, describe Nicolás) y se enganchaba con el Canal Volver (“su amor platónico era Mónica Gonzaga”). Su otra pasión eran los asados (“un tío le decía ‘Chispita’ porque siempre inventaba una excusa para prender el fuego”). Y era fanático del Turismo Carretera, de Chevrolet (“siempre decía que sus domingos eran completos cuando ganaban Boca y el Chivo”). A los 60 años seguía jugando al fútbol, en cancha grande, en el Círculo de la Amistad. Zurdo, se ubicaba de lateral izquierdo.
Pero siempre volvía a la guerra de Malvinas.
En noviembre del año pasado, Richard se enteró de que en el cementerio de Bragado se habían robado las placas de dos de las víctimas de guerra nacidas en esa ciudad, Marcelo Polizzi y Carlos González, y mostró su indignación con un posteo en su cuenta de Facebook. “¡No tienen perdón de Dios!”, se enojó. “Qué bronca que me da. Nosotros fuimos a la guerra por el pueblo y nos pagan de esta manera”.
Malvinas era un recuerdo amargo, el capítulo más triste de su vida. Pero no era su única angustia. Su hijo Fernando sufrió un accidente en moto (lo chocó un auto) cuando tenía 16 años, en 2012, y no pudo caminar nunca más. Fue un impacto muy fuerte para Richard y para el resto de la familia. “Además -sigue Nicolás-, a mi hermano le pagan una pensión mínima, de 14.500 pesos, que no le alcanza para nada. Sería bueno que pudiera hacer su vida, tener su independencia, y no que siempre dependiera de mi mamá. También podrían darle un trabajo. Si está más lúcido que nadie…”.
La despedida
A mediados de abril de este año, Richard Arrigoni se descompuso: vomitaba, tenía hipo… No se sabía bien la causa de los síntomas. Por precaución, y porque tenía la piel cada vez más amarilla, lo internaron en el Sanatorio Bragado. Lo operaron enseguida: le sacaron una piedra de la vesícula. A las pocas horas empezó a sentir mucho dolor. Se le inflamó el abdomen. Lo intervinieron otra vez. Y el cuadro derivó en una pancreatitis. “Parecía un tema sencillo. Pero no, se ve que el de arriba se lo quería llevar”, dice Nicolás.
De a ratos Richard mejoraba, volvía a comer y a hacer chistes a las enfermeras. Pero cuando estaba por pasar a sala común, recaía y lo trasladaban otra vez a terapia intensiva. Del Sanatorio Bragado lo llevaron al hospital local. Y de ahí, al Hospital Italiano de La Plata, donde estuvo sus últimos 13 días. En total, lo sometieron a siete cirugías, de dos o tres horas cada una. “Fue una pelea durísima. Y papá no se rendía. Los médicos no entendían de dónde sacaba las fuerzas para seguir”, comenta su hijo.
Para buscar el milagro, los vecinos de Bragado armaron cadenas de oración en el centro de la ciudad. Lo adoraban. Pero no hubo caso. Tras su muerte, en la ciudad decretaron dos días de duelo. El velorio fue multitudinario. Y lo despidieron con honores: hubo flores, banderas argentinas y la trompeta del Grupo de Artillería de Junín tocó la melodía de Silencio de gloria.