Un virus ha hecho que nuestras vidas y todo lo que nos rodea cambiara casi por completo. Lo que antes parecía de ciencia ficción, hoy es nuestra realidad.
Por Leonel G. Avila
Es asombroso como toda la estructura organizacional de la humanidad puede desplomarse en poco tiempo pese a la extensa historia que la sostiene y los engranajes absolutamente complejos que la conforman. Pocos meses (o días, según cómo se lo cuente) fueron suficientes para que la forma de vivir en comunidad y gran parte de nuestras costumbres se modificaran casi por completo, y que incluso debiéramos postergar muchos derechos para anteponer nuestra salud y que prime la supervivencia. Nos encontramos ante una ciudad, un país y un mundo diferente; queremos volver a lo que éramos, o al menos a todo lo que podíamos hacer, pero lentamente estamos comprendiendo que será necesario esperar un buen tiempo para poder retornar hacia aquello que llamamos “normalidad”.
Hasta hace dos meses, o incluso un poco menos, resultaba inimaginable que pudiéramos ser protagonistas de situaciones como las que hoy vamos sobrellevando. Parecían exclusivas de películas apocalípticas o de otros géneros vinculados a la ciencia ficción, ya que hasta ahora nunca antes la humanidad había atravesado algo similar como conjunto. Lo más parecido fueron casos aislados ante pandemias o epidemias, pero que estuvieron muy lejos de generar cambios tan radicales en todo el planeta, y mucho menos en países como Argentina donde sólo se sintió a fines del siglo XIX con la Fiebre Amarilla o en el 2009 con la gripe porcina (H1N1), aunque en ambos casos con diferencias abismales respecto de lo que acontece en estos momentos.
Parece increíble como un virus que comenzó en un mercado de Wuhan (China) a través de murciélagos -o en laboratorios de ese país, en el caso de que sean reales las teorías conspirativas- se masificó rápidamente en todos lados hasta inmiscuirse en estas tierras tan lejanas, y que incluso produjera situaciones aún más dramáticas en Estados Unidos, Europa o Brasil.
Sin ir más lejos, ese “enemigo invisible” ha hecho que el Gobierno Nacional estableciera un estricto aislamiento social, preventivo y obligatorio desde el 20 de marzo, el cual conllevó prácticamente a la paralización del país, más allá de que hoy estén admitiéndose algunas flexibilizaciones. Vemos a diario coberturas mediáticas que alertan sobre los riesgos del avance de la enfermedad, con un exhaustivo conteo de los infectados y muertos (en nuestra ciudad de los casos positivos, los sospechosos y de las personas con seguimiento médico preventivo domiciliario); lo cual se suma a la contracción de la economía; la suspensión de la actividad político partidaria; la limitación de algunos poderes del Estado; la postergación de las clases presenciales en las escuelas y universidades; las relaciones sociales acotadas a encuentros virtuales; la suspensión de todos los espectáculos públicos; el cese de la actividad laboral para muchas personas y otras tantas que se vieron forzadas a cumplirlo con la modalidad home office; e incluso, la prohibición de velorios, imposibilitándonos despedir a nuestros seres queridos.
Si nos abstraemos de los motivos razonables que inspiran a la mayoría de las medidas y nos limitamos únicamente a ver las modificaciones que se generaron en nuestra vida cotidiana, parecería que nos encontramos ante un contexto temible con un virus que nos acecha, una sociedad más sumisa, recorte de libertades y donde el espíritu de supervivencia lleva a tomar decisiones que antes parecían disparatadas. También crea un clima de tensión temporal que, a veces, nos impulsa a enfrentarnos los unos a los otros, lo cual ha quedado en evidencia con el bloqueo de algunas ciudades para evitar la llegada de foráneos, y también en ciertos escraches a personas infectadas como si se tratasen de delincuentes.
Bragado no es la excepción. No se puede salir a la calle a menos que sea por cuestiones muy puntuales, ya que de lo contrario se corre el riesgo de ser aprehendido por la policía y que se inicie una causa penal; hay vehículos que circulan por la vía pública con altoparlantes recordándonos que debemos permanecer en nuestros hogares; y cuando salimos estamos obligados a colocarnos cubrebocas, siempre en forma fugaz por temor a estar atentando contra nuestra salud, la de los demás, o a que sea malinterpretado por las fuerzas de seguridad. Cada día suena la sirena del Cuartel de Bomberos advirtiéndonos el horario donde no se puede circular más (me lleva a recordar las películas de La Purga o las sirenas anunciantes de terremotos o bombardeos); y gran parte de los comercios están cerrados, o los pocos que abren presentan largas filas donde la gente no puede acercarse entre sí. También hay controles en los accesos, con arcos de pulverización de vehículos y medición de temperatura de quienes llegan; se bloquearon muchos caminos con pilares de tierra; se le exige una estricta cuarentena a quienes vienen del exterior o de grandes centros urbanos (Capital Federal, Gran Buenos Aires y Córdoba, entre otros); y se realizan desinfecciones de calles con hidrolavadoras o con los típicos “mosquitos” de las aplicaciones rurales.
Son tiempos muy difíciles. Es importante aplicar el extrañamiento a todo lo que nos ocurre para no naturalizarlo y recordar siempre su carácter excepcional, pero también debemos tener presente que cada una de las medidas tiene el propósito de resguardarnos. Ya vendrán épocas mejores, por lo que ahora lo más saludable es valernos de todo lo positivo que esté a nuestro alcance y vivir los días de la mejor manera que podamos. Hay una luz al final del túnel.